En nuestra cultura occidental han existido distintas maneras de coexistir con la muerte. En la Edad Media, por ejemplo, morir no era considerado como el simple cese de la vida. Al moribundo le acompañaban rituales, como el perdón, la reparación o incluso escoger su propio ataúd. Era un proceso asumido, que terminaba en el lecho de hombres y mujeres en su espacio más íntimo. Las personas se despedían de los suyos y del mundo, diciendo adiós a todo, aceptando su finitud.
Esta experiencia es muy distante para nosotros. La intensa aceleración de las sociedades modernas a comienzos del siglo XX, con sus avances técnicos nunca antes vistos, implicó la desaparición progresiva de un conjunto de actitudes frente a la muerte. Hoy, nuestra experiencia con este fenómeno se encuentra relacionada con su rasgo clínico, médico y hospitalario. Ya desde hace décadas, “se muere de”. Comprendemos la muerte desde la enfermedad, hasta el punto de que nuestra salud mental también se ve afectada. Los noticiarios, por lo general, muestran historias apagadas, y pocos casos vidas.
La muerte también ha desaparecido del lenguaje del día a día. En un mundo enfocado en la salud, la juventud, el éxito y las apariencias, el que alguien muera resulta más bien una cuestión inconveniente, algo que debe ser evitado, tal como la vejez, a toda costa. El médico le dedica más tiempo a explicar el diagnóstico de un cáncer al paciente que a una reflexión sobre el qué significa morir de esa manera.
Los exámenes de rigor, la sugerencia de los centros médicos que los ofrecen y de funerarias y parques santos, expresan el valor médico de la vida. Incluso, los gastos que implican los actuales sistemas de salud, salvo algunas excepciones, refuerzan cuán problemático es estar enfermo. La angustia económica es tanta, que el estar vivo no es importante. Ya no se puede disfrutar.
Si bien estos avances tecnológicos han permitido el tratamiento y cura de una serie de enfermedades antes letales, también es cierto que ellos han expulsado ese espacio más íntimo y humano desde el cual antes se podía tomar una actitud ante la muerte. Hoy debe ser fundamental para nosotros comunicar lo que sentimos y, sobre todo, lo que vamos sintiendo en un proceso que muchas veces puede durar toda la vida. Se trata de una experiencia lenta y única, en la que tenemos que escucharnos a nosotros, a quienes nos acompañan, y también escuchar en el recuerdo a quienes ya no están.
Autora: Psicóloga Gabriela Guzmán.